La fotografía es, en este punto, una herramienta de primera categoría, pues a través de ella muchos artistas se plantean un homenaje y un ejercicio conceptual a veces crítico, a veces simplemente estético, de la memoria de la cultura, de la presencia de una historia de la belleza y del arte. Y más allá de esto, hacen un estudio formal sobre los diálogos entre el espacio por sí mismo y sobre su relación con la obra, con la arquitectura y con el espectador. En un juego de miradas no siempre inocente, la fotografía crea y recrea el espacio habitado por el arte, o por su ausencia, un vacío que llega a ser aún más intenso por la capacidad que el silencio está demostrando en el pensamiento actual para revitalizar y agudizar la percepción de la huella y de la memoria.
El registro de las propias características arquitectónicas de los edificios, aparece como un subgénero que -a veces por encargo- supone una parte importante de la creación fotográfica en toda su historia y que da resultados no necesariamente simplistas. Hoy en día, la creación de edificios singulares se documenta desde el inicio hasta su culminación. Un ejemplo esencial es la construcción del Museo Guggenheim en Bilbao, cuya evolución se encarga a un artista de la categoría de Aitor Ortiz. No se trata solamente de la recuperación del tema del gabinete del coleccionista, la wunderkamara, lo que nos podemos encontrar en las nuevas imágenes que sobre museos y otros espacios del arte se fabrican continuamente en el arte actual. Hay toda una construcción de juegos de miradas y búsqueda de conceptos y perspectivas diversas.
Por una parte, nada despreciable, está el intento de recuperar una idea del pasado artístico. Esa memoria que pervive en el sustrato fotográfico de la construcción de imágenes: el origen del cuadro, del tableaux como plasmación de una acción, de un lugar. La fotografía sucede a la pintura en este tipo de construcción, cuando la propia pintura se centra en el nivel más íntimo y subjetivo, en donde la abstracción sustituye a la representación. Es la fotografía, hoy en día, la que reconstruye el paisaje y la que mantiene la idea de retrato, la que, en definitiva, mantiene la evolución de los géneros clásicos, revitalizándolos y dándoles un sentido nuevo. En esa idea de representación, la fotografía rinde periódicos homenajes a la pintura y la plasmación de esos lugares donde el arte vive es un aspecto más de este recuerdo permanente.
Pero las formas en las que esos lugares son recuperados para la fotografía actual marcan una gran diferencia. Desde la persistente espectacularidad de Thomas Struth con sus muchedumbres de visitantes en las salas de los grandes museos hasta la frialdad de Andreas Gursky fotografiando un Pollock en la soledad más absoluta de su pared en un museo supuestamente cerrado y vacío. En cualquier caso siempre es la cámara y el ojo, la cabeza que hay detrás, la que marca una diferencia, una perspectiva característica. La fotografía ha analizado, cuestionado, documentado y evocado las características tradicionales del museo, pero la perspectiva subjetivizadora de cada uno de los artistas que ha utilizado el museo o alguna de sus características especificas como tema, ha servido para presentar el espacio de los museos tradicionales como lugares diferentes, ha servido para plantear un estudio distinto de las relaciones espaciales, de la presencia y protagonismo del público. En primer lugar, la fotografía ha fragmentado una idea casi sagrada del museo, y ha convertido sus almacenes y otros aspectos más insignificantes en auténticos espacios mágicos. Ninguno de todos estos artistas que trabajan sobre la imagen del espacio artístico lo hace desde la admiración o sacralización de estos lugares, sino muy al revés, la crítica y la transformación del lugar en otra idea con otro fin son sus objetivos primordiales.
Naturalmente hay quien puede creer que la obra de Candida Höfer, por poner un ejemplo característico de esta temática, es básicamente esteticista y catalogadora del lugar. Sin embargo, ella ha mostrado no sólo un amplio espectro de lugares marcados por el aura del conocimiento, sino que ha dotado a los espacios intermedios, esos huecos anónimos, en los protagonistas de sus imágenes. Una silla, una escalera de servicio, un almacén, se convierten también en lugares donde el arte habita y, por lo tanto, lugares emblemáticos, lugares que han sido marcados por el aura del saber y del sentir.
El lugar del arte puede no estar necesariamente habitado, pudo ser habitado y quedar una ausencia tan fuerte que se convierta ella misma en presencia, en memoria de lo que ya no está. La serie “Last seen” (“La ausencia”), de Sophie Calle, es paradigmática en este sentido: objetos robados en museos de los que sólo queda la marca de su ausencia en la pared y la memoria escrita de aquellos que los vigilaban, de los que compartieron ese espacio, casi mágico, de la sala de un museo con ellos. Las casas de los coleccionistas, las galerías de exposiciones privadas, los almacenes, las salas de restauración, los salones de los hoteles, los talleres de los artistas, las ruinas de museos antiguos, y, por qué no los mercadillos públicos de artistas desconocidos..., porque en definitiva las categorizaciones sobre qué es arte son tan diversas y abiertas como el espíritu de los tiempos que vivimos. No solo las relaciones entre el museo y sus visitantes, o la recuperación de esos espacios invisibles que son, también, lugares de arte, sino la propia esencia de objetos museísticos que tal vez antes no fueron tratados como obras de arte. Los museos de historia natural son, sin duda, los más utilizados por los artistas. Cientos de imágenes han recogido en todo el mundo las vitrinas de animales salvajes, esqueletos, fósiles, objetos de todo tipo que, descontextualizados por la cámara del fotógrafo, cobran una vida y un protagonismo diferente. Desde Dario Lanzardo hasta Hiroshi Sugimoto, sin olvidar, por supuesto, a Richard Ross, se han ocupado de este mundo diferente en que se ha convertido hoy en día la naturaleza. A esa magia no han escapado los artistas más actuales, desde Damien Hirst a Thomas Grünfeld, además de decenas de fotógrafos que llevan a cabo un planteamiento dialéctico de las diferencias y oposiciones entre nuestra sociedad y la representación de lo natural que establecemos a través de los museos de ciencias naturales. Una trasposición tal vez no tan diferente a la que se realiza en los museos de Bellas Artes, Kunstmuseums o Centros de Arte Contemporáneo. Tal vez la palabra sea “descontextualización”. Fuera de lugar esos animales se transforman en una ventana al mundo primitivo, fuera de su escenario habitual ese cuadro de Gerhard Richter apoyado en el suelo ya no es la obra casi sagrada de valor incalculable. Esos fragmentos de cuadros de Richard Misrach, donde los marcos y un pedazo de tela ya ofrecen toda la belleza imaginable, o en el espacio entre cuadro y cuadro, con esos sillones para descansar en nuestras visitas agotadoras a los museos que Doug Hall convierte en “el museo”, nos hablan de una forma diferente de mirar, una forma que sin la fotografía no existiría. Y, por supuesto, la ironía. La crítica o el humor, la revisión de conceptos intocables que ya nunca más podrán serlo. Una visita diferente al museo, a un museo reinventado en cada mirada.
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